Tan solo cuatro horas para llegar desde Siem Reap hasta la capital: Phnom Penh. En autobús claro, porque por lo visto el río no tiene suficiente agua para hacer la ruta en barco… tan solo estamos empezando la época de lluvias.
Nada más llegar notas la diferencia, una ciudad, motos, tuk tuk, bicis, coches, buses y demás vehículos a ruedas (porque todos los puestecillos son portátiles, por supuesto). Como en cada ciudad camboyana, los improvisados taxis esperan a la llegada de un autobús para sugerirte algún alojamiento, del que llevan comisión, obviamente. Así que en menos de 10 minutos después de poner los pies en Phnom Penh estamos instalados en una casa de invitados (que es el nombre de los hostales por Asía).
Salir a dar una vuelta cuando cae la noche se hace duro, no conocemos la zona y la iluminación es escasa, dándole a la ciudad un aire aún más deprimente, que contrasta con la magnificencia del Palacio Real (construido bajo dominio francés, eso le quita interés, por lo menos por mi parte), y el barullo de las motos pasando y pitando que llevan al menos a dos personas, pero en las que hemos conseguido ver a tres adultos y dos niños rodando sin problemas.
Al día siguiente es diferente, es como si el domingo todo el mundo se lanzara a la calle, en cada esquina encuentras puestos, de cualquier cosa, pájaros, comida, souvenirs, bebida, fruta… cualquier cosa que puedas imaginar. Los improvisados taxis siguen vendiéndose a cada paso, aunque también sirven de cama al conductor (un tuk tuk se entiende, pero lo de dormir en la moto, tiene tela). Recorremos la ciudad a la luz del día, que no del sol, y acabamos agobiados de la cantidad de tráfico que circula por las calles. No es como Bangkok, son motos pasando por cualquier hueco y esquivando turistas que circulan por la calle, ya que los puestos o terrazas toman las aceras.
Por la noche es cuando encontramos lo más sorprendente. Un parque cerca del hotel, que se llena de jóvenes y no tan jóvenes, jugando al badminton, o a una especie de badminton con el pie, o bailando al ritmo de la música que un “instructor” pone en su radiocasete en medio del parque, y la gente simplemente te va sumando al grupo bailando la coreografía que toque, incluida Macarena. Todo el mundo parece salir a las calles por la noche, el número de motos se ha multiplicado por 6, los puestos de comida no tienen sitio, y los grupos de gente se reparten a lo largo de toda la calle.
Demasiado para 10 días en la capital… ¿Por qué no probar la costa camboyana? Suena mejor que este estrés.
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